Cuando hace 8 años atrás recorríamos la región junto a diferentes iniciativas, hablando de localidad de productos, circuito corto, desarrollo de identidad, patrimonio gastronómico, agroecología, comercio justo, relación entre gastronomía y agricultura, estacionalidad, soberanía alimentaria y tantos otros conceptos… los cocineros y los dueños de restaurante nos miraban de manera bastante desconfiada.
Sus modelos de negocio habían sido rentables durante años y sus formatos bien recibidos por los consumidores. Sin embargo, de ninguna manera queríamos cambiar la esencia de los comercios: lo que queríamos hacer era generar una reflexión acerca de cómo estaban trabajando y, a partir de eso, generar cambios en virtud de valores, filosofía y máximas ambientales respetuosas, que pudieran dar un nuevo valor a su oferta, ese que viene aparejado a la generación de cambios particulares, para que en conjunto pudiésemos afectar de manera responsable y positiva a la tierra y al mundo donde vivimos. Todos los conceptos de los que hablábamos se relacionaban con procesos sustentables que tenían por fin concretar una cocina rica, pero consciente, con sentido de respeto y responsabilidad.
La sustentabilidad en nuestros tiempos es un tanto utópica. Los procesos sostenibles han sido arrasados por un modelo económico que no busca la calidad, sino que se esmera en producir de acuerdo al volumen o a la cantidad, sin importar el costo ambiental. Su excusa: alimentar responsablemente al mundo. La realidad: 24.000 personas muriendo de hambre por día y una desnutrición catastrófica en los continentes más pobres. Cifras más preocupantes que muchas de las enfermedades diagnosticables. La distribución del alimento segrega, discrimina y se clasifica según el mejor postor y, cuando los recursos son escasos, la alimentación es más deficiente.
La agroindustria y la industria alimentaria han demostrado ser tremendamente nocivas, no solamente en sus metodologías de proceso y materias primas, sino que también cuando se refiere a prácticas sustentables de envasado, conservación y precios.
La ONU (2018) señala en su artículo “El desperdicio de comida, una oportunidad para acabar con el hambre” que unos 1300 millones de toneladas de comida para el consumo humano son desperdiciadas y un tercio del total termina en un vertedero (el 45% de las frutas, 30% de los cereales, el 20% de las carnes).
El logro de una gastronomía sustentable viene entonces aparejado de las voluntades de la industria, replanteando su manera de producir en cuanto al qué, cómo y cuánto produce. De lo contrario, será muy difícil que el panorama cambie.
Las experiencias en la región
El esfuerzo en relación a la promoción de estas máximas ya se comienza a evidenciar y vemos cómo cada vez son más recurrentes los valores y fundamentos filosóficos asociados a los conceptos nombrados al inicio de esta columna. Pero también observamos novedosas corrientes que tienen que ver con el aprovechamiento de los productos en su totalidad, como “Zero Waste”, que busca el uso total de los alimentos, u otras que promueven trabajar con aquellos alimentos que “no cumplen los estándares de calibre para la venta”. Tenemos corrientes que buscan producir alimentos a través de sus propios huertos con volúmenes de producción responsables, con prácticas que tienen que ver con la buena gestión de los desperdicios, con la promoción de energías limpias para los restaurantes y modelos de negocio ligados a la restauración del equilibrio natural de cada producto. Hay sistemas que se sustentan en la agroecología y sus máximas de consumo responsable por estacionalidad, que no admite en su producción los agrotóxicos o agroinsumos, ya que engloba máximas como la seguridad alimentaria entre un cúmulo de prácticas limpias o sustentables que vale la pena estudiar como cocineros y conocer como consumidores.
Vivimos en una región que hoy en día se muestra con un sin fin de emprendimientos ligados a lo local, ligados al procesamiento y a la conservación de productos de corte agrícola; a restaurantes que abren sus puertas para reivindicar nuestras tradiciones, nuestros productos, nuestra tierra y nuestros agricultores como valor agregado de la experiencia.
Todos en conjunto generando identidad regional, asociativa, caminando en el desarrollo de una economía circular y el fortalecimiento de circuitos cortos que potencian a todos y cada uno de los eslabones de esa cadena alimentaria que busca posicionarnos a largo plazo como una región no puramente productora de alimentos, sino como una región que promueve y desarrolla patrimonio y que lo ofrece a un precio justo en el contexto de posicionar a O’Higgins como un destino turístico en la mayor cantidad de sus localidades.
Es satisfactorio ver cómo paulatinamente las máximas filosóficas alimentarias se han empezado a transformar en tendencias, en una “buena moda”. Sin embargo, aún nos falta mucho. Redefinir el concepto que entendemos por local o regional y asociarlo a las prácticas responsables de producción es fundamental.
Hoy vemos una VI Región luchando contra una pandemia, pero además contra un status quo comercial monopolizado por la industria de forma potente. No obstante, también vemos a los emprendedores de la región trabajando por cambiar la dirección de los servicios y experiencias que entregan hacia una vía más respetuosa. Vemos a restaurantes y comercios alimentarios con caras distintas a la que tenían hace 8 años atrás, que hacen lucir a sus comunas con mayor identidad, más responsables con la sustentabilidad y más orgullosas de un trabajo que ha sido duro de incorporar a la realidad de sus habitantes, pero necesario para la salud de éstos y de su tierra.
Jaime Jiménez De Mendoza
Director del Área Turismo y Gastronomía
CFT Santo Tomás Rancagua